El tiempo recobrado




IMG_6600Hoy recibo el correo de un amigo que acaba con un afectuoso «Carpe diem». Acaso yo no sé disfrutar, me digo, de este momento escurridizo y fugaz. ¿Se me escapará la vida sin haberla saboreado intensamente? «Vivir el presente» es la máxima que oímos por doquier, y con la que hemos crecido todos los de mi generación. Y con mayor fuerza (¿y presión?) nuestros jóvenes. Sin embargo, qué difícil es atrapar ese segundo. A mí siempre se me escapa. Tempus fugit. ¿Y qué es el tiempo? San Agustín decía: «Si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé».

Yo tampoco sé definirlo, y, además, no soy filósofa; pero siento el «tiempo», entre otras cosas, como algo que ordena mi
experiencia interna. A mí, que siempre me ha gustado soñar y recordar (¿otra forma de soñar?), y volver la vista atrás y no siempre para aprender, muchas veces por el mero placer de revivir el ayer (soy así; otros se muerden las uñas), me producía desasosiego hasta que Proust me descubrió que «a veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas». Su lectura cambió mi vida y mi manera de ser y de estar en el mundo. También me reconcilió conmigo misma: aun reconociendo su inmensidad, me vi reflejada en él.

Cuando casi estaba convencida de que yo debía de ser la última nostálgica, descubro en Facebook páginas de lugares maravillosos. Ya que vivimos en la época de la ciencia y la tecnología pensarán que lo que desfila por Internet solo es para mostrarnos nuestras ciudades modernas y dar avances de cómo serán en el futuro, aplicándoles todo tipo de descubrimientos punteros. Pues no, se equivocan. Y aunque mi exposición no pretende ser científica, ni es el lugar, quiero darle algo de rigor y mostrar algunos de los muchos ejemplos que he encontrado (los animo a que busquen su pueblo, su ciudad, su país. Seguro que aparece) en la red: «Fotos antiguas de Murcia»; «Fotos antiguas de Madrid»; «Fotos antiguas de La Coruña»; «Barcelona antiga» (grupo abierto); «El nostre Alacant d’antany» (Alicante de antaño); «Fotos antiguas de Mallorca; «San Sebastián desaparecida»; «Sevilla del ayer. Fotos antiguas»; «Mi Valladolid antigua»; «Fotos antiguas de España» (grupo público); «Fotos antiguas de Argentina»; «Fotos antiguas de Venezuela»; «Fotos antiguas de Lima»; «Paris ancienne» (París antiguo); «Old images of London» (Fotos antiguas de Londres); «Old images of New York» (Fotos antiguas de Nueva York), etc.10275320_1435731166649415_6099393715512238125_o

Por supuesto que hay más, como, por ejemplo, asociaciones de antiguos alumnos de colegios e institutos, de campamentos, de coros, de Semana Santa… Hasta un grupo que añora los helados de una heladería desaparecida.

Desde luego son documentos impresionantes, bellísimos y de gran valor histórico. No solo por hablarnos de la historia colectiva son interesantes; también porque están llenos de vidas anónimas que sus seguidores identifican como suyas. Los administradores y lectores aportan sus propias fotos: de sus lugares, de sus amigos, de su familia: padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y de ellos mismos de pequeños. Es su pasado y su recuerdo. Y lo que ha llamado mi atención es su manifiesta añoranza de estos. Veamos algunas frases y expresiones que se repiten en las diferentes páginas: «Qué tiempos aquellos, quién pudiera volver a ellos»; «Dios, qué recuerdos»; «Ha cambiado para peor»; «Otro paisaje desaparecido, qué lástima»; «Eran otros tiempos, no sé si mejores o peores, quizá más felices»; «Qué habrá sido de esas personas que están sentadas. ¿Quedará alguna viva?»; «¡Cómo ha cambiado la calle, ahí jugaba yo!», etc.

¿Qué encuentran? ¿Qué encontramos de interesante en estas fotos?: nuestra vida: la calle en la que jugábamos; la plaza por la que pasábamos; el quiosco donde comprábamos nuestros tebeos, chuches y nuestros primeros cigarrillos. El guarda de tráfico dirigiendo la circulación, cuyo uniforme y maneras admirábamos. Todo formaba parte del paisaje con el que crecimos, y muchos de ellos, si no todos, han desaparecido. Y nos revolvemos pensando dónde estarán. ¡Uf!, quién lo diría: el eterno Ubi sunt?

Tampoco podían faltar las quejas (y con razón) sobre la falta de planes urbanísticos sensibles y respetuosos con nuestro patrimonio artístico. Pero, esto aparte, lo que rezuman estas páginas es el anhelo de redescubrir los lugares en los que hemos crecido, jugado y soñado. Recuperar nuestro tiempo vivido. «Y no es verdad, dolor, yo te conozco, tú eres nostalgia de la vida buena», diría Machado, o como más tarde cantará Serrat: «(No hay) nada más amado que lo que perdí».

Y yo me pregunto: ¿Tan felices éramos? De todo ha habido. Seguro. Pero dicen que la memoria es selectiva y hasta caprichosa. Y entre sus caprichos está olvidar lo que no nos conviene. Y no hay nada que nos convenga menos que el dolor, por lo que, en consecuencia, minimizamos o desterramos las experiencias negativas y magnificamos las positivas.

Otro ejemplo también relacionado con este fenómeno lo he vivido este verano, en Betanzos, precioso pueblo de La Coruña. Me hablaron de una exposición fotográfica, y me animaron a que fuera; que me gustaría porque había fotos de mucha gente «conocida». Y fui. Y sin una idea clara de lo que me iba a encontrar. Cuál fue mi sorpresa al saber que el tema de la misma eran las personas, tanto las principales, próceres e indianos benefactores, como sus habitantes anónimos, sencillos e insignificantes. Se había pedido a todo el pueblo su colaboración. Llevaron sus recuerdos fotográficos, desde finales del siglo XIX hasta los ochenta. No había imagen que tuviera menos de treinta años. Otra belleza que contemplar. Pero, como lo descubierto en Facebook, no se

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queda en la mera contemplación. Los visitantes miraban las fotografías recordando a sus familiares, amigos o conocidos, y los momentos vividos con ellos. Estas imágenes tienen alma porque están llenas de memoria. Observaba sus caras, sus gestos, y sus palabras: pura emoción. Comentaban que parecía que el tiempo no había pasado; que se veían en esa casa, en ese salón, en ese jardín. Que podían oír sus voces, sus risas. Hasta hubo quien dijo que olía, a ráfagas, el suave olor de la camelia prendida con elegancia en el vestido que su madre llevaba en el retrato expuesto. ¡Ay, Marcel! Si pudieras levantarte de la tumba, qué feliz estarías escuchándolos. Ellos también saben de «sensaciones fugitivas». Y sus fotos, como a ti el trozo de magdalena mojado en la taza de té, los han transportado a sus horas de antaño, y con la misma alegría que a ti.

¿De todo lo dicho debemos deducir que queremos una sociedad inmovilista, estancada y que, por consiguiente, sigamos con las calles de tierra y barro; que se nos hunda el suelo, las cortinas hechas jirones, y que el tejado se nos caiga encima? No, no es esto lo que pretendemos. Nos exploramos a nosotros y a nuestro pasado, y en este mundo de Internet en el que todos estamos «enredados», rastreamos, como si de la «tienda de las nostalgias» del gran Woody Allen se tratara, nuestros recuerdos. Y nos perturba perderlos tanto como a don Rafael Cortés (entrañable personaje de la también grande Elena Marqués), que no quiso volver más a su café Recuerdos después de la reforma que borró la huella que deja la vida, convirtiéndolo en un lugar cualquiera.

Lo que nos rodea no solo conforma nuestra geografía exterior, sino también la más íntima, la que nos ayuda a ser lo que somos, a dibujarnos como miembros de una colectividad y no de otra. Y la queremos, además de por su belleza, por las experiencias vividas en ella. Y ocurre, como con los buenos perfumes, que su aroma se siente mejor con la estela que dejan atrás. Quizás por esto, como dijo Jorge Manrique, «cualquier tiempo pasado fue mejor».

Para nosotros, el tiempo no es solo sucesión y tránsito hacia la muerte como se percibía en el Barroco. También es la memoria del pasado que permanece grabada en nosotros, en nuestra alma. ¿Podemos volver al ayer? ¿Podemos pedir a la vida lo que ya se ha ido? ¿Podemos recuperar el tiempo perdido? No, nosotros sabemos, como lo sabía Proust, que es imposible volver a vivir lo que se ha vivido. Sin embargo, nos queda la esperanza de que a través de alguna sensación fugitiva logremos «ese día antiguo (…), y, durante un momento, los nombres recuperan su antiguo significado; los seres, su antiguo rostro; nosotros, nuestra alma de entonces».
EL TIEMPO RECOBRADO –
(c) –
Carmen Pita

Publicado en Canal literaturahttp://canal-literatura.com/blog/sin-categoria/el-tiempo-recobrado-por-carmen-pita/

3 respuestas a “El tiempo recobrado”

  1. Un artículo original, trabajas muy bien la transversalidad. Ha sido enriquecedora su lectura.

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  2. Cuánta sabiduria y cuánta hermosura encierra este artículo. Vida y literatura a la par, difícil mezcolanza que has hecho con brillantez. Digno de los mejores periódicos.

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  3. Y seguimos disfrutando de tus relatos a la par que sencillas historias llenas de apasionada fuerza y sencilla construcción. Me encanta recordar la vida a través de la imagen… es algo que siempre me ha gustado… hay un tintineo de respuestas … de olores… de sabores… de tactos… que nos llevan a otra época… unas vividas y otras contadas por los abuelos … o amigos … o escuchadas .. leídas… o simplemente descubiertas ahora… porque nunca … nunca es tarde para nada… la edad es el amanecer de la sabiduría… pero nunca se deja de aprender… de sorprender… de querer saber … a veces cuando
    comparto con mis sobrinos del alma sus juegos y sus vivencias… exploro el interior y vuelvo a recuperar e incluso a iniciar una infancia … o juegos nunca » jugados «… que maravilloso ver las fotos y comprobar su felicidad… su inocencia… sus alas volar.
    Gracias Carmen por tus bellos relatos y poesía …

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