
Ayer, con mucha ilusión y poca ciencia me uní a los millones de personas que salieron a contemplar la luna roja, acompañada de Marte como personaje secundario. La noche respiraba magia. La esperanza de observar el eclipse en todo su esplendor, el tacto de la brisa mediterránea, el olor a mar, los ojos sorprendidos de los niños. Y una sensación de placidez difícil de explicar.
Intenté con mi móvil y mi cámara retener la hermosura del fenómeno, pero, viendo los resultados, me convencí de que lo que captaban mis caseros medios no hacían justicia a lo que el cielo me permitía atisbar —a pesar de la contaminación lumínica que reina en una playa de ciudad—. Así que tomé la decisión de pasear sin rumbo por la orilla del mar, dejándome llevar por su magnetismo y sabiendo que no nos perderíamos de vista porque ella seguiría mis pasos allá donde fuera.
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