Las Gracias de Helena

                                      

        

                                    

Abrir la ventana la une al mundo. Contempla el jardín mientras bosteza y se estira. El sol ha madrugado y va despojando a la Tierra de su traje de noche. Enfoca las guirnaldas de flores, rosas y blancas, enredadas de parte a parte entre la umbría. El cielo limpio convierte en posible el horizonte. Helena escucha cómo cae el agua en la fuente y busca algún amorcillo oculto en el leve juego del claroscuro.

Las tres Gracias
Museo del Prado

Todavía no son las ocho de la mañana, y tiene que ponerse a estudiar mientras fuera la vida celebra la llegada del buen tiempo. «Y para qué quiero salir, quién me va a mirar, quién se va a fijar en alguien tan insignificante como yo». Pronto cumplirá diecisiete años y aún no ha conocido la belleza que guarda la vida. Tampoco, el amor.

   Necesita airearse antes de comenzar con Literatura. No le encuentra el punto y tampoco entiende el porqué. «A veces pienso que la de Lengua está p’allá. A quién se le ocurre pedir un trabajo sobre un cuadro flamenco. En clase se rumorea que ella y el de Arte —otro personaje— tienen un rollete. Y es la razón por la que van tan a la par».

   Acaba de desayunar y sigue sin poder enfrentarse a esas tres mujeres. «Me dan náuseas. Mejor continúo con las otras pinturas y ya decidiré cuál elijo». Le encanta el de Santa Bárbara; le invita a entrar y a sentarse al lado de la muchacha rubia y a compartir libro y banco al calor de la chimenea. «Tengo que coger notas —piensa— y relatar qué me transmite lo que veo. La profe dice que la descripción es una pintura con palabras. Pero qué difícil es traducir de un sentido a otro».

   «Lo que me faltaba: mis padres discutiendo otra vez». En casa hay momentos tan tensos que le cuesta mucho pensar en algo que no sea la manera de huir. «Mi tortura es ver cómo se destruyen. No tardarán en llamarme para comer y mamá no entiende que no necesito atiborrarme porque esté estudiando. Ya soy mayor para saber lo que me conviene».

   Tiene tiempo para un vistazo rápido a la segunda obra. Le fascina. Es gracioso que se llame El jardín de las delicias el cuadro que contempla mientras se acerca el momento de su tortura.

   Hora de comer. Sentarse a la mesa es un suplicio. «Mis padres creen disimular lo que es un secreto a voces. A voces se hablan, y a voces me sobresaltan en los momentos menos adecuados. Como ahora que tengo que preparar el trabajo de Literatura, y no sabe nadie cuánto me cuesta concentrarme en esta situación. Me iría a compartir cuarto con santa Bárbara, tan tranquilitas las dos».

   Vuelve a su habitación. Menos mal que tiene la excusa perfecta: reanudar el trabajo. No podía soportar la tensión que se respiraba. Los tres sentados alrededor de la mesa redonda. Lo que antes era un círculo perfecto se ha convertido en su cruz. Si al menos tuviera una hermana con quien compartir esta pena de vida.

   «Mamá y papá intentan convencerme de que no pasa nada o de que la culpa es del otro. Y yo me siento como una muñeca de cambio en este tira y afloja. Encima se empeñan en estar pendientes de mí, cuando en realidad estoy más sola que nunca. Mamá se ha pasado toda la comida fiscalizando qué me llevaba a la boca; todo le parecía poco. Es mi madre y no es objetiva; piensa que soy guapa, delgada y perfecta. Pobre mamá. Aunque no me entiende, a veces me da pena. Papá, haciendo lo contrario, tampoco me comprende. Cree que minimizando mi problema desaparece, incluso ha llegado a decirme que a los hombres les gustan las mujeres llenitas, que no quieren tocar huesos. Lo que faltaba: mi padre me llama gorda. ¡Lo sabe! Sabe que lo soy. Si busca el lado positivo de un problema es que este existe. Luego estoy gorda. Entonces ¿cómo se empeñan en embutirme de comida? Eso no los hace mejores; su ansiedad la proyectan en mí. Menos mal que soy más madura de lo que me corresponde y controlo y tengo voluntad para exigirme lo que debo y puedo cumplir». En su bolsillo tiene unos trozos de pan que pretendían que engullera. Ya mismo los guarda en la caja de zapatos. «Que no se me olvide vaciarla esta noche sin que lo descubra mamá».

   «Uf, ¿por dónde iba? —Exclama—. Ya sé… por El Bosco». Y vuelve a fijarse en lo mismo. «Qué delgaditas y qué armonía muestran sus cuerpos. Parecen tener medidas perfectas. Son diosas de la belleza buscando la felicidad. Así se puede disfrutar de la vida. Si yo fuera como ellas también me marcharía en busca del amor». Casi no sale de casa, solo el trayecto de ir y venir del instituto. La llaman empollona, pero se equivocan. «Me gusta estudiar, en los libros encuentro una satisfacción que la vida pocas veces me da. Es mi refugio. Qué harán mis amigas. Ellas sí que son guapas. Cuando caminan sus melenas desafían a los vientos. Nadie puede evitar volverse a su paso. Ni siquiera los árboles». La llamaron para salir esta noche y les puso una excusa. Otra más. «Quizás vayan a bailar —conjetura— y estarán todos alrededor mirándolas con deseo». Las imagina dentro disfrutando, mientras fuera esperará el padre de alguna, sentado en el coche como un pantocrátor y leyendo un libro que le distraiga.

   El móvil no deja de vibrar. Son mensajes, seguro. Tenía que haberlo puesto en silencio absoluto; así no hay forma de concentrarse. Otra vez. «¿Qué hago…? ¿Lo cojo? No, eso me distraerá». Si sigue con esta marcha mañana por la tarde lo tiene acabado, y el lunes lo entrega. Y dale, no para. «¿Por qué no miro qué es? Al fin y al cabo, tengo tiempo de sobra. Estamos a sábado y el plazo acaba el próximo viernes. Voy a leerlos. Son de mis amigas: quieren que salga con ellas, que me vendrá bien distraerme, que no sea tonta, que me esperan donde yo diga. “Jo, tía, sin ti nos falta algo. Te necesitamos”», dice su último whatsapp. Y le ha tocado. «¿Cómo negarme a quienes me hacen sentir importante y querida?».

   «¿Y ahora qué me pongo?», grita desesperada. Hace más de un mes que no sale a divertirse. «Ni siquiera sé qué ropa me viene; seguro que he engordado. Sentada estudiando y mi madre cebándome, ¿cómo voy a estar? Miedo me da probármela… Mejor las llamo y les digo que no puedo: no quiero ver en qué me he convertido. Pero no puedo hacerlo: han demostrado interés en mí y debo afrontarlo. Allá voy, a abrir el armario».

   Qué peligro. Le caen encima un montón de prendas. «No tengo qué ponerme y el armario lleno. Increíble». Busca algo interesante que le sirva. «Nada. Mira que le digo a mi madre que necesito una renovación total de mi vestuario, que el ropero está a rebosar de prendas inservibles por feas o porque ya no me caben. Lo alucinante es que, además de no hacerme caso, se ponga a reñirme por el desorden que, según ella, tengo. Flipo con sus paranoias». Ha localizado unos trapos que no están mal. «¿Me sentarán bien…? Mamá está ordenando la cocina; voy a su habitación a cogerle unas cosas sin que se dé cuenta».

   Qué apuro ha pasado, como si fuera una ladrona. «¿Pues no dice siempre que lo suyo es mío? Entonces ¿qué temo?». Ahora toca lo más duro: comprobar cómo le sienta todo. Y desnudarse.

   Deja la puerta del armario abierta y sobre ella va dejando la ropa. El espejo de cuerpo entero queda justo enfrente de la ventana que da al jardín, por la que entra un chorro de luz que se estrella sobre él multiplicando sus rayos. No se atreve a situarse ante la luna. Incomprensiblemente, se apoya en la parte del armario que queda en penumbra. «Si fuera constante y mantuviera mi dieta no estaría así, pero como no me controlo… Dos días a régimen y al tercero me inflo de dulces y de chocolate. Después, el arrepentimiento. Me odio. Y tengo la sensación de haber engordado de repente un montón de kilos. Y me doy asco. Mamá dice que eso es imposible, que son manías mías. Qué sabrá ella, incapaz de ponerse en mi lugar. Es como si nunca hubiera sido joven ni hija. Como si hubiera nacido ya adulta y madre. Bueno, a lo que iba… Se me va la pinza sin darme cuenta o, como diría la profe: “¡Helena, qué dispersa estás!”».

   Sigue en el mismo lugar. Huye de la luz, de su desnudez. De ella. Ni siquiera el reflejo del jardín dentro de su habitación la incita a salir. Presiente que, en este momento, su belleza no es más que un pretexto para que ella se muestre; el telón de fondo sobre el que debe aparecer su cuerpo. «¿Me arriesgo y salgo?». De la oscuridad pasa al suave contraste de luces y sombras y se enfrenta a la imagen que le devuelve el espejo. Instintivamente, cierra los ojos. «Seré tonta, se dice, la ceguera no cambia la realidad y menos la soluciona. Ábrelos, se ordena, y mírate». Su tímido parpadeo no parece de la misma persona que habla en su interior.

   Recuerda el cuadro y a esas mujeres. Recuerda la grasa…, grasa que va dando paso a la carne, a la sensualidad de la piel, a su tacto. Su cuerpo le revela el latido oculto en cada poro; en cada músculo, sus ansias de vida; y, en cada una de sus curvas, una dulce promesa. «Qué me importa nada si yo estoy traspasada por un foco lumínico que me convierte en única, poderosa y espléndida. Me gusto. ¡Soy feliz! Necesito compartir mi dicha con mis amigas».

   «¿Quién hundirá su dedo en mi brazo?». Se gira y descubre a Áglae y a Talía. Sonríen las tres. Solo con la mirada transmigran sus almas. Extiende hacia ellas el velo de novia de su madre, aderezan el cabello con sus joyas, y enlazan los brazos en círculo preparándose para la danza.

Las tres Gracias
Museo del Prado

 

Carmen Pita García

 

Una respuesta a “Las Gracias de Helena”

  1. El retrato de la adolescente está clavado.😩

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